*Antonio Marín
Mi bella Colombia tiene incontables cosas maravillosas: paisajes espectaculares, música irresistible, comida que cura cualquier tristeza y, sobre todo, un sistema de exclusión tan refinado que hace enrojecer a más de un aristócrata europeo. Nuestro país no solo ha inventado la arepa con huevo y el vallenato; también perfeccionó la forma de ser racista y clasista sin que nadie pueda reclamar, porque el insulto llega envuelto en seda, perfume francés y una discreta sonrisa.
La palabra “indiamenta” es una joya nacional, una especie de lingote verbal acuñado por siglos de esfuerzo colectivo para excluir con elegancia. Su significado es tan amplio como útil: desde un profesor con acento popular que da clases en una universidad privada, hasta al vecino que se atreve a comprar carro nuevo cuando su estrato no lo amerita. Pronunciarla correctamente requiere cierto tono nasal y una ligera elevación del mentón, porque despreciar bien es un arte que se aprende desde pequeño en ciertos colegios y ciertos clubes.
La genialidad del sistema colombiano radica en su capacidad para reinventar el desprecio sin perder la tradición. Así, pasamos de las castas coloniales a los estratos modernos con una naturalidad que ya quisiera la evolución de Darwin. Aquí el color de piel, la dirección postal y hasta la marca de los zapatos sirven como criterios científicos para decidir quién merece respeto y quién merece apenas la indiferencia de los ascensoristas del club.
Hablemos, pues, del club. Todo club que se respete en Colombia suele tener tres cosas fundamentales: buena comida, discreción absoluta sobre ciertos visitantes y un guardia —venido de la “indiamenta”— es decir, bien entrenado en detectar “indiamenta” a más de cien metros de distancia. Lo curioso es que, en estos lugares, no ha sorprendido la presencia de personajes de abierta y cuestionable reputación como presuntos paramilitares, mafiosos o políticos corruptos; lo que sí escandaliza es que alguien de apellido común ose sentarse sin “autorización” previa. En eso consiste la doble moral nacional, en recibir con brazos abiertos a sombríos personajes, mientras cuestionan intensamente la presencia del exalcalde de Medellín (ningún santo de mi devoción) porque no cuadra con el entorno (¿?).
Esta lógica torcida se extiende, claro, al sistema político. La democracia colombiana es generosa porque permite votar hasta a quienes luego serán traicionados. Es el milagro democrático: elegir representantes populares que, apenas suben, desarrollan un insaciable deseo por pertenecer a la élite que antes criticaban. Ahí están figuras como en pasado reciente, el senador “Manguito”, hoy día señor J. P. Hernández o Miguel Polo Polo, quienes se ganaron sus votos, sin duda alguna, a merced del pueblo; pero descubrieron rápidamente las bondades del club y la tranquilidad de no ser tratados como “indiamenta”.
Pero el drama no termina aquí. La vida cotidiana del colombiano promedio es una novela tragicómica escrita por los creadores del sistema de transporte público. Si alguna vez te has subido a un TransMilenio en hora pico, no hay duda: eres “indiamenta”. Si has hecho fila en una EPS por horas para que te receten acetaminofén, también eres “indiamenta”. Y si además de todo eso tienes que explicar tu derecho a entrar en ciertos lugares porque tu apellido no suena extranjero, bienvenido: tienes el certificado oficial.
Claro, alguien podría pensar que ser “indiamenta” es malo, pero no necesariamente. Tiene sus ventajas: juegas rana, tejo o banquitas en la calle, te echas una “pola” donde doña Lucía sobre un bulto de papa, hablas duro, por encima de la música, sin que nadie se sorprenda, bailas una cumbia con brazos bien abiertos y sin culpa mientras te tomas un guaro o un biche, en lugar de whiskey. El problema es cuando intentas cruzar ciertas fronteras invisibles. Ahí es cuando te lo recuerdan: Colombia puede ser democrática, pero las jerarquías son sagradas.
El asunto es tan delicado que incluso cuando alguien es grabado diciendo “¿qué hace esa indiamenta acá?”, lo que realmente genera incomodidad no es la frase, sino haber sido descubierto. Es como si un mago revelara sus trucos. El club sale entonces a emitir comunicados llenos de palabras bonitas como “inclusión” y “diversidad”, redactados por expertos en relaciones públicas que jamás han pisado un TransMilenio.
Y hablando de guías rápidas, aquí va una actualización del test definitivo para ver si uno da positivo para “indiamenta”:
- Si jamás te han ofrecido un crédito VIP sin intereses: positivo para indiamenta.
- Si tienes que demostrar tu solvencia económica cada vez que entras a una tienda cara: positivo para indiamenta.
- Si no te ofenden los errores gramaticales en los mensajes de texto: positivo para indiamenta.
- Si el taxi no te lleva a la casa o te cobra el doble al salir de ciertos barrios: positivo para indiamenta.
- Si piensas que el “estrato” es solo un número y no un destino manifiesto: definitivamente, y recontra-positivo para indiamenta.
Pero pongámonos serios por un momento. Nos toca ya aceptar con orgullo nuestra indiamenta, porque el verdadero truco de las élites siempre ha sido mantenernos enfrentados: pobres contra empobrecidos, invisibles contra olvidados. Dividirnos entre agendas instrumentalizadas que, además de usar dineros de fundaciones extranjeras —famosas por promover actividades non-sanctas—, nos han hecho apuntar el dedo a nuestras pequeñas diferencias, y mientras, nos hemos distraído de los problemas verdaderos: entre otros, la falta de acceso al agua potable, eso es exclusión; las cuatro y hasta seis horas diarias de apretuje en Transmilenio, esa chiva urbana premoderna, sin aroma de libertad, eso también es una forma de exclusión. No debemos olvidar que la indiamenta no es “Woke”: la indiamenta, es tejido social en su estado más puro. Lo demás son discursos que nos alejan del otro, de enfrentar juntos los problemas reales, de inventar soluciones duraderas. Porque ellos, ¡ay! ellos no escatiman en usar lenguaje efectivo —bajo y mentiroso— pero efectivo.
Es el momento de reconocernos en nuestra indiamenta, no para resignarnos, sino para organizarnos. No para aceptarla como condena, sino para resignificarla como bandera. Porque sólo cuando la indiamenta se abrace a sí misma, se reconozca en los otros y se harte del desprecio, podrá desmontar el escenario de los amos. Y ese día —ojalá pronto— nadie necesitará pase del club ni linaje para ser respetado: bastará con ser persona.
Foto ilustración: Ramiro Antonio Sandoval con IA.