Sí: troncos y extremidades, en los basureros y desagües de las cañerías de la ciudad de Cali. Ni qué decir tendría, corresponden a los valientes muchachos de la Primera Línea, que ayer no más desfilaban cantando y agitando en este formidable acto de resistencia popular que vive Colombia, gritándoles en la cara a los fieros policías que los amenazaban: “Nos quitaron tanto que hasta nos quitaron el miedo”
Una bandera ensangrentada. Las fotografías y videos muestran a Cristhian Sánchez, un muchacho de la denominada Primera Línea –a la manera de sus similares chilenos en el alzamiento del año 2019-, arropado con la bandera de Colombia. Sólo que esta no es amarilla, azul y roja, sino roja, azul y amarilla significando el derramamiento de sangre que se vive. Se le veía lleno de entusiasmo agitando la marcha con consignas y entonando los cánticos de la resistencia popular. Momentos después esas mismas cámaras nos lo mostraron exánime envuelto en la bandera ensangrentada. Escena que no por cotidiana en la Colombia de estos dos meses, deja de producir la más profunda indignación y suscitar un vivo juicio de repudio al Estado criminal que tal cosa hace.
El hecho sucedió en Cali, la tercera ciudad en importancia de Colombia, rico polo industrial y agroindustrial donde la opulencia convive con inmensas barriadas de pobres, la mayoría afrodescendientes desplazados por la violencia paramilitar de los de por sí paupérrimos territorios del vecino litoral Pacífico. Y aconteció en el marco del gran Paro Nacional que desde el 28 de abril de este 2021, en una cuasi espontánea y soberbia irrupción de indignación e inconformidad donde confluyeron lo sindical, lo estudiantil, lo barrial y sobre todo lo juvenil, cientos de miles en todo el país se lanzaron a las calles con una voz que lo que la unifica y caracteriza es el vocablo Repudio. Al gobierno reconocidamente inepto y títere de Iván Duque –sub presidente llaman aquí-, y al estado de cosas reinante que sin ideologismos corresponde calificar como modelo de dominación.
Pero Cali es Cali. Es una ciudad especial. Alegre, bullanguera y musical. La Sucursal del Cielo afirman con el mayor desparpajo y como si tal, sus hijos. Y no intente usted discutírselo. Capital mundial de la Salsa la reivindican además, y menos controversia admite esta nominación. Y sí, allí este ritmo está en el ADN de sus habitantes, tanto que bailarlo y hacerlo con virtuosismo es una cualidad que imprime carácter, y las escuelas de Salsa y sitios de baile están a la orden del día en todos los barrios. No en balde las orquestas de Salsa nacidas o hechas en Cali como el Grupo Niche y Guayacán, son emblemáticas del género en el Caribe, los Estados Unidos y Europa. Y los cantantes y orquestas más célebres como Andy Montañez, Rubén Blades, el Gran Combo de Puerto Rico y Aragón de Cuba, tienen a Cali como estación obligada en sus circuitos anuales. ¡Ah! ¡Y qué decir de la feria de Cali!
Por todo lo anterior es por lo que resulta más indignante e inadmisible que esta Sucursal del Cielo haya sido trocada en la del Horror. Aunque olvidaba decir para hacerle justicia a los victimarios, que ha sido la más batalladora y terca en estos dos meses de resistencia. Horror, con todas sus letras. No sólo el joven con su bandera como mortaja abrazo amoroso de la Patria, sino las docenas de muchachos y muchachas asesinados, desaparecidos -algunas de ellas violadas-, torturados, mutilados y dejados sin ojos por el cuerpo policial actuando abiertamente como banda criminal. Y para que esa palabra nada desmerezca de su temible significación, hoy nos encontramos con iguales fotografías y videos mostrando en primeros planos troncos y extremidades. Sí: troncos y extremidades, en los basureros y desagües de las cañerías de la ciudad. Ni qué decir tendría, corresponden a los valientes muchachos de la Primera Línea, que ayer no más desfilaban cantando y agitando en este formidable acto de resistencia popular que vive Colombia, gritándoles en la cara a los fieros policías que los amenazaban: “Nos quitaron tanto que hasta nos quitaron el miedo”.
Esto no es nuevo. Es el modelo de dominación que por muchos años ha regido en Colombia, cuya arma y argumento, utensilio y enseña ha sido uno solo: la violencia. Y no cualquiera. La violencia terrorista, la obscenamente criminal, la que no repara en las formas. Y claro, siempre defendida y reivindicada por el Estado como su violencia legítima en defensa del orden, la Constitución y la ley. Y orgullosos blanden el mamarracho impreso de sus letras muertas. Lo nuevo en esta coyuntura, es apenas la modalidad. Porque hemos pasado por hórridos episodios de exterminio de todo un movimiento político, Unión Patriótica, de casi toda la dirigencia de la naciente central obrera CUT, de guerra sucia contra los movimientos sociales y políticos de izquierda, Partido Comunista, A Luchar, Alianza Democrática M-19, Marcha Patriótica y Congreso de los Pueblos, entre otros, del espanto de los “falsos positivos”, miles de jóvenes pobres asesinados por el ejército y pasados por guerrilleros para obtener prebendas de sus superiores, del asesinato de 278 reincorporados de las antiguas FARC, y en los tiempos que corren, del asesinato selectivo de cientos de líderes sociales. Todo ello ya abiertamente por el Estado, ya disimulado en la estrategia paramilitar diseñada y ejecutada por el mando militar y policial como están cansados invocarlo en su defensa los cabecillas de esas bandas en los precarios tribunales de justicia que los juzgan.
Pero decía, lo nuevo en esta coyuntura es la modalidad. La policía de frente, con cámaras que los registran, disparando a muchachos inermes, matándolos, desfigurándolos, dejándolos sin ojos, o capturándolos por el delito de protestar, sin que algunos de ellos vuelvan a aparecer. O sí. En los desagües de las cañerías y basureros de la ciudad de Cali.
Naturalmente, no ha dejado de causar escándalo esa situación. Los medios alternativos –que nunca los oficialistas de propiedad de grandes conglomerados económicos-, unas cuantas autoridades territoriales, las redes sociales, la valerosa oposición política –minoritaria- con asiento en el parlamento y sobre todo los medios internacionales, han permitido que el mundo y aun muchos desinformados internos, sepan del horror que vive Colombia por cuenta de un gobierno que sin rubor tomó el atajo de la tiranía. Y la consternada reacción foránea tuvo expresión en plantones y movilizaciones en muchas capitales del mundo, cartas de repudio de parlamentarios europeos y senadores norteamericanos, denuncia del presidente Iván Duque Márquez ante la Corte Penal Internacional y la censura de diversos organismos de derechos humanos. Inclusive, la equívoca Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la nada fiable OEA, tuvo que presionar una visita de emergencia in loco ante lo escandaloso de las noticias de lo que pasaba en Colombia. Presionar, porque el gobierno tuvo el dislate de negarla en primera instancia.
La visita de la Comisión, aunque permitió que las víctimas directas, los partidos opositores y los organismos de derechos humanos le entregaran un voluminoso dossier de las atrocidades cometidas, dada la naturaleza política del organismo –con justicia llamado por Fidel Castro “Ministerio de colonias de los Estados Unidos”-, no debe dar lugar a muchas esperanzas. Seguramente una tibia amonestación al gobierno por “algunos excesos”, “casos aislados de unos pocos agentes” y la comedida recomendación de que les dicten más cursos de derechos humanos a los policías. ¡Ah! Y de seguro recogerá parte del discurso-coartada del gobierno, de que Colombia es una democracia modelo, adalid en la defensa de los derechos humanos, que acepta y protege la protesta pacífica; no la del llamado paro nacional, expresión de vandalismo al servicio del narcotráfico, las disidencias de las FARC y cuándo no, del “dictador Maduro”. No en vano el presidente de la República y los dignatarios del Estado incluido el mando policial y militar incurso en crímenes de Lesa Humanidad quisieron monopolizar la agenda de la Comisión y tuvieron la avilantez de presentarle iracundo memorial de agravios contra los manifestantes: miles de policías heridos, docenas muertos o en inminencia de estarlo, destrozos en bienes públicos y privados, colapso del transporte, daño a la economía nacional, ataque a la autoridad, vandalismo generalizado, bloqueo de vías y una indeterminada cantidad de niños y enfermos extintos porque los protestantes no dejaban pasar las ambulancias que les imploraban se lo permitieran para salvar esas vidas.
En fin, siguiendo el libreto de las pasadas dictaduras militares latinoamericanas, el gobierno colombiano posó de víctima. Y no de cualquier actor, sino de aquel frente al cual más intransigente tiene que ser el mundo según ordenó el imperio después del 11S. Del terrorismo. Y no de cualquiera: del internacional -en este caso del “Castro-Chavista”- que es la mano detrás de las muchedumbres indignadas exigiendo justicia. De modo que la reacción del gobierno con su guante de hierro, ha sido legítima y ponderada; sólo defensiva frente a un ataque criminal a las instituciones.
«El cielo está que no cabe de los muertos”, fue la rica y angustiada exclamación de una humilde mujer en el populoso sector de Siloé en Cali epicentro de la resistencia, cuando vio caer a varios de sus vecinos. Es el legado que deja para la historia un presidente de menguada condición, que propio de los espíritus pusilánimes, son capaces de los peores crímenes cuando el destino los prueba reclamándoles un instante de grandeza.