La poesía de la solidaridad
*Antonio Marín
@antonio_marin6490
Tal vez nunca me había detenido a pensarlo, pero ese “Pertenece a: _________” que marcaba cuidadosamente en las tapas de los cuadernos fue mi primera lección sobre el valor de pertenecer. Con ese gesto sencillo reclamaba un lugar propio en el salón de clase y, a la vez, estaba aprendiendo que somos seres necesitados de vínculos.
Dicen los psicólogos que, una vez cubiertas las necesidades básicas de supervivencia, emerge un anhelo más profundo: ser reconocidos, aceptados e incluídos. De niños, ese refugio se materializaba en los corrillos del recreo, el pupitre compartido o la sonrisa cómplice de un amigo. Más adelante, esa pertenencia puede mutar en exclusión cuando un apodo cruel o la indiferencia de la multitud amenazan nuestra identidad. Comprendemos entonces que la misma fuerza que nos protegía, en fin, también puede lastimar; la exclusión se alza como espejo de la inclusión. Ya de adultos, recordamos con claridad que, sin ese refugio, estamos a la intemperie.
Los espacios de la infancia, como el viejo patio de la escuela, la banca debajo del árbol, la esquina de la cuadra o la cancha de banquitas, no eran simples escenarios; se convirtieron en territorios emocionales que de muchas formas nos anclaron a una historia. Los sociólogos llaman a este vínculo topofilia, término derivado del griego “topos” (lugar) y “philia” (afección o amor). Y nuestro cuerpo, igualmente sensible e inteligente, se volvió territorio político: cada paso, cada gesto, cada elección de postura afirmaba quiénes éramos.
Esa especie de ancla emocional, ese refugio, se tambalea y duele cuando la paz se disipa. No podemos ignorar el genocidio en Gaza, donde la pertenencia a la propia tierra se ha vuelto un acto de supervivencia frente a una limpieza étnica en curso; o contemplar la guerra frontal contra la migración en Estados Unidos, donde políticas de expulsión y muros fronterizos de contención refuerzan el rechazo al forastero, incluso cuando esa nación se fundó sobre oleadas migratorias. El desarraigo duele en el alma y en la memoria.
Hoy, las “cancelaciones” sociales y políticas tienden a agravar ese despojo: al apartar públicamente a alguien, no solo se margina al individuo, sino que el resto de la comunidad es forzada a retroceder, atemorizada, debilitando los lazos solidarios, rompiendo huecos en el tejido social.
La poesía, pensando en Neruda y su universalismo, Whitman con su sentido democrático de la pertenencia, y Mistral desde la solidaridad cotidiana, ha reflejado esta complejidad al expresar que la pertenencia no se limita a un nombre o a un lugar específico, sino que abarca múltiples geografías y experiencias humanas. Los poetas han utilizado imágenes de paisajes diversos, de trabajos cotidianos y de simples —pero humanos— gestos compartidos, como partir un pan, para mostrar que la pertenencia verdadera es aquella capaz de acoger lo diferente, aquella que entiende el compartir como condición esencial.
En la esfera política y social, la libertad auténtica depende de vínculos comunitarios fuertes. Obviamente no me refiero al falso concepto “libertario” que anda haciendo carrera y contradicción de sí mismo. Algunos sociólogos argumentan que vivimos una modernidad líquida, caracterizada por relaciones efímeras y precarias que socavan la solidez comunitaria. En este contexto, la solidaridad emerge como el factor esencial que articula la libertad personal con la pertenencia colectiva. Cuando la solidaridad se erosiona, sea por miedo, desconfianza o indiferencia, se abre un vacío muy peligroso que fomenta el aislamiento social y la intolerancia.
¿Está la solidaridad en vía de extinción?
Yo, sinceramente creo que sí. La solidaridad hoy se tambalea como una especie en vía de extinción. Sin ese tejido humano de apoyo mutuo las comunidades se fragmentan, mientras se multiplican las fobias sociales: aporofobia (rechazo a los pobres), homofobia y xenofobia. Por lo que se justifica la violencia contra el otro; una sociedad sin solidaridad pierde su brújula moral y su capacidad de proteger a los más vulnerables.
Construyendo una pertenencia compartida
La pertenencia no se logra solo marcando un nombre en un cuaderno, así como la democracia es más que un voto anónimo; se construyen con gestos cotidianos —prestar un lápiz, compartir un pan, tender la mano al extranjero— y con acciones y debates colectivos —defender al injustamente silenciado, participar en proyectos solidarios—. Solo así podremos restituir la solidaridad como fundamento común, reconstruyendo activamente ese espacio compartido que nos protege, nos define y nos garantiza verdadera libertad.
Ahora entiendo que aquel gesto de marcar mi nombre en la línea de “Pertenece a: __________” no hablaba de propiedad, sino de un deseo de anclaje. No era una posesión; era una entrega.
Yo le pertenecía al cuaderno.
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