Si se excluye del análisis al contraproducente doctor Google, no cabe duda de que la tecnología es un aliado imprescindible de la sanidad del siglo XXI. No hay actividad asistencial que no se apoye ya, directa o indirectamente, en ella. Y la crisis del coronavirus no ha hecho sino confirmar la necesidad de emplearla allí donde no alcanza el ser humano: tanto en lo puramente terapéutico como en las medidas de seguridad sanitaria que reclama esta nueva etapa en la que nos ha metido la COVID-19, cuya duración es incierta.
Entre las tecnologías empleadas desde la irrupción de la pandemia destacan el big data y la inteligencia artificial (IA). Su importancia para afrontar lo desconocido (por ejemplo, nuevos virus como el SARS-CoV-2) se mantendrá. Lo explica con un ejemplo Xavier Salla, experto en realidad virtual y profesor de Comunicación Digital y Nuevas Tecnologías de la Universidad Abad Oliba CEU de Barcelona: “La inteligencia artificial permite interconectar una ingente cantidad de bases de datos y resultados para seleccionar el mejor tratamiento, incluso ajustado a cada paciente. Un médico está sometido a factores como el cansancio o los estados de ánimo, y no puede manejar toda la información disponible, lo que lo lleva inevitablemente a cometer errores. La IA no desfallece y mantiene constante el nivel de aciertos”.
Spot, un robot de la empresa Boston Dynamics, circula por los parques de Singapur emitiendo mensajes que recuerdan la norma del distanciamiento social para prevenir contagios del SARS-CoV-2.
¿Vamos hacia un Gran Hermano con mascarilla? Ahora que estamos en época de desescalada y vivimos preocupados por la contención de posibles rebrotes de la COVID-19, cabe preguntarse qué papel puede jugar la tecnología en la salud pública durante la denominada nueva normalidad o, yendo más lejos, la era pos-COVID. Por ejemplo, a la hora de posibilitar los movimientos de la población con suficientes condiciones de seguridad sanitaria. En este sentido, estamos viendo iniciativas algo extravagantes –o más bien inquietantes–, como los ya famosos perros robóticos que patrullan los parques de Singapur para asegurar la distancia social. Tienen más visos de convertirse en algo cotidiano la utilización de drones para vigilar que no haya grandes aglomeraciones, los circuitos de cámaras con sensores para comprobar el uso de mascarillas en determinados espacios o redes de transporte –un sistema similar al que ya existe en las carreteras españolas para controlar el uso del cinturón–, la instalación de arcos de control de temperatura corporal en los accesos a locales cerrados…
En el caso de los arcos térmicos, hay dudas sobre su fiabilidad. Su uso parte de la premisa de que la temperatura corporal de una persona es un síntoma de que puede padecer la COVID-19 y por tanto transmitir el virus que la causa. Pero como dice Miguel Ángel Lucas del Amo, abogado del Departamento de Protección de Datos de COFM Servicios 31 (una empresa de servicios de consultoría profesional al sector sanitario), “esa conclusión es precipitada, ya que nos encontramos ante un criterio no probado científicamente. No es una medida que garantice la no trasmisión del coronavirus, dado que el número de pacientes asintomáticos es alto”.
Los arcos de temperatura suscitan otra preocupación: ¿cómo se compatibiliza su uso con la privacidad y la intimidad? Según el criterio de la Agencia Española de Protección de Datos, el gestor de un lugar público no puede tomar datos relacionados con la salud de una persona y tratarlos sin más. Por esta razón, Lucas del Amo considera que “estos sistemas no deben registrar la información obtenida asociándola a un dato que identifique a los individuos. Estos equipos han de estar homologados y la toma de temperatura debe hacerse siempre por personal cualificado. Y hay que informar a los usuarios de que se les va a hacer este control”.
Telemedicina sí, pero sin excesos
La COVID-19 está transformando el modelo asistencial, ya que exige nuevos enfoques en los tratamientos, por ejemplo los que permite la telemedicina. Diversos estudios apuntan que durante el estado de alarma las consultas telemáticas se han incrementado en España más de un 20 %. El objetivo es –en aquellos casos en los que resulte posible– dar continuidad a este tipo de asistencia más allá de esta crisis, a fin de reducir las visitas a los centros sanitarios.
Para eso es imprescindible eliminar ciertas barreras en la regulación. Pero los expertos advierten: una excesiva virtualización puede mermar la calidad de la atención a los enfermos.
Los estudiantes han vuelto a los institutos de Wuhan, pero en pequeños grupos y pasando siempre por detectores de temperatura instalados a la entrada de los centros.
Las apps de rastreo y seguimiento de contagiados de la COVID-19 se perfilan como una tecnología mucho más útil que los arcos de temperatura. Según Xavier Salla, profesor asociado de la Universidad Autónoma de Barcelona, “los dispositivos móviles están muy implantados en la sociedad y parecen el mejor recurso para el control; facilitan mucha información de los individuos dentro de una colectividad”. Pero Salla recuerda que “el ciudadano debería participar en la fijación de límites al uso de estas herramientas”. En España, el Gobierno está desarrollando una app para el rastreo de casos de contagio, similar a las ya implantadas en países como Francia, Suiza, Alemania y Portugal, con el apoyo de Apple y Google. El ministro de Sanidad, Salvador Illa, ha informado de que este proyecto respetará la protección de datos y se gestionará “con cautela y analizando si la información recopilada es eficaz para la trazabilidad de los contactos”. Según dice, “estas aplicaciones tienen una dificultad adicional: dependen de la voluntariedad de los ciudadanos”.
EFE